Rencor político en vísperas electorales
Domingo 06 de agosto de 2017
Hubo
un momento, durante gran parte de 2016, en el que pareció que el
gobierno de Macri y el peronismo habían encontrado una fórmula para
pacificar el país. Varios acuerdos importantes se suscribieron en el
Congreso, y fueron aprobadas leyes decisivas para la nueva
administración. Gobernadores, senadores y diputados peronistas
permitieron mediante la negociación y el pacto la gobernabilidad de
Macri. Luego, el peronismo moderado dejó que la impronta confrontativa
del kirchnerismo le ganara a su imagen acuerdista. El Gobierno, a su
vez, no hizo nada para moderar el impulso beligerante de muchos
militantes propios, convertidos ya al antiperonismo. Las heridas se
reabrieron y una división profunda volvió a separar en dos bandos a gran
parte de la sociedad. "La vieja grieta es ya un abismo", concluye un
agudo observador. Así se llegó a estos días, cuando falta una semana
para las primeras elecciones legislativas de la era Macri. Existe la
certeza de que ningún gobierno puede administrar el país en medio de
semejante dicotomía social, aunque nadie reconoce su existencia.
Uno
de los elementos que influyeron en la preservación de la grieta es la
permanencia de Cristina Kirchner, que fue quien la inauguró de manera
brutal en su segundo mandato. No sólo provocó el fanatismo de los suyos,
sino también el fanatismo de sus opositores. Cristina Kirchner es
también una construcción política del antikirchnerismo, que nunca la
olvidó. No hay peor enemigo para un político que el olvido, pero sus
detractores no dejaron nunca de hablar de ella. Hablan mal, pero hablan
sin parar de ella. Es precisamente lo que necesita cualquier político.
Otro factor decisivo para conservar el furor antikirchnerista fue la
insoportable lentitud de la Justicia. Revelaciones de una magnitud nunca
vista sobre la corrupción en el Estado no terminaron hasta ahora en
ninguna decisión ejemplar que incluyera a los principales protagonistas
de la década pasada. Para peor, la ex presidenta ni siquiera desautorizó
a sus seguidores que proclamaban, con palabras y con símbolos, la
rápida caída de un presidente constitucional. La figura del helicóptero
se convirtió en un obsceno cotillón del kirchnerismo.
La
grieta (o el abismo) tiene componentes tan llamativos como asombrosos.
Se ha llegado al extremo de que el público que consume medios
audiovisuales confecciona indirectamente su agenda periodística. El
antikirchnerismo no acepta, por ejemplo, que dirigentes peronistas sean
convocados por canales o radios que fueron históricamente críticos del
kirchnerismo. Dejan de ver o de escuchar la televisión y la radio cuando
eso sucede. Lo mismo ocurre en los medios que simpatizan con el
kirchnerismo cuando éstos convocan a dirigentes macristas o
antikirchneristas. Oyentes y televidentes se van. Unos y otros han
perdido cualquier interés en conocer la opinión del otro, que es el
esfuerzo básico que reclama la convivencia. Están más cómodos en la
simple estigmatización del enemigo.
Furiosos kirchneristas han
regresado como cazadores furtivos de antikirchneristas conocidos en el
espacio público. Una vieja práctica que parecía haberse agotado con el
fin del gobierno de Cristina Kirchner volvió con más violencia que antes
en los días preelectorales. Familias y grupos de amigos se separan otra
vez por la filiación política o ideológica. Diga lo que diga, el propio
discurso del Gobierno está condicionado por el enfrentamiento entre
kirchneristas y antikirchneristas, al menos hasta las próximas
elecciones. No hay siquiera una crisis descontrolada (aunque existen
graves problemas sociales) que justifique la intolerancia y la furia.
Ni
el Papa se salvó de esas enfurecidas ráfagas de sectarismo e
incomprensión. Los argentinos nunca imaginaron que tendrían un papa
argentino, pero en la Argentina hay ahora feroces críticos de un
pontífice al que una minoría social también quiere escribirle la agenda.
No faltaron, por ejemplo, los críticos de su silencio sobre el drama
venezolano. La diplomacia vaticana es una de las más eficientes del
mundo; cualquiera debería concluir en que algo está haciendo para
encarrilar a la descarriada Venezuela. Es probable que sea la única
diplomacia que tomó debida nota de que ese país camina irremediablemente
hacia una guerra civil. ¿Por qué no imaginar que el Papa se está
reservando como última instancia, cuando han fracasado todas las
instancias, para impedir o morigerar un enfrentamiento aun más
sangriento entre venezolanos?
¿Alguien imagina al Papa
simpatizando con lo que hace Maduro? ¿Alguien supone que la Iglesia
venezolana, implacable crítica de Maduro, actúa contra la voluntad del
Papa, con quien se reunió hace un mes? ¿Acaso una amnesia general entre
argentinos hizo olvidar las vieja prédica del Pontífice sobre el
necesario respeto de las instituciones? Por eso, decidió pronunciarse el
viernes, poco antes de que asumiera la fraudulenta Constituyente
venezolana, cuando ya cualquier noción de la institucionalidad se había
derrumbado en Caracas. La teoría de que Bergoglio no quiere pelearse con
gobiernos populistas choca con un dato que los argentinos conocen bien:
él plantó una relación gélida (y de crítica frontal a veces) con los
gobiernos de los dos Kirchner. A fin de cuentas, tuvo razón Francisco
cuando postergó una visita a su país.
La
crisis de convivencia no tendrá solución hasta después del 22 de
octubre. Una elección que se anuncia muy pareja en la provincia de
Buenos Aires (casi empatada) desecha cualquier proyecto de
reconciliación antes de que se conozcan los resultados. En algún
momento, de todos modos, deberá volver la política. Un caso claro de
ausencia de la política es el debate que se abrió entre la gobernadora
de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y los gobernadores
peronistas por el Fondo del Conurbano. ¿Tiene razón Vidal cuando
reclama que se actualicen esos recursos que quedaron con el tiempo
reducidos a la insignificancia? Sí. ¿Tienen razón los gobernadores
cuando le reclaman a la Corte Suprema que no sean sus provincias las que
terminen reparando una injusticia histórica? Sí. Si los dos tienen
razón, entonces no será la Justicia la que resuelva ese problema, porque
en los tribunales sólo pueden darle la razón a uno. Es la política la
que debe prevalecer en esos desacuerdos, salvo que la política haga un
acto flagrante de deserción.
Ninguna de las reformas que anuncia
Macri (la tributaria, la judicial y la educativa) podrá hacerse sin el
acuerdo con el peronismo parlamentario, en el que los gobernadores
tienen una vasta influencia. Hay que sacar de ese futuro cuadro a
Cristina Kirchner y sus seguidores; jamás se acercará a Macri ni a su
gobierno, sobre todo porque la aguardan nuevos infortunios judiciales.
Pero hay un peronismo que querrá siempre prescindir de ella e
inscribirse como protagonista del sistema democrático. Gobernadores, con
Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey a la cabeza, ya están hablando de
cómo el peronismo deberá ayudar después a la gobernabilidad de Macri.
Le piden al Presidente que los ayude a la gobernabilidad de ellos.
Y
el Gobierno, en efecto, deberá hacer su parte. De sus actos y de sus
discursos dependerá la creación de una cultura social distinta. Macri no
tiene un discurso de confrontación, pero su administración debería
llamar a la pacificación del país luego de que se haya disuelto la
polvareda electoral. Fue una de sus promesas de campaña. Nadie como él,
además, necesita de una sociedad menos crispada para poder gobernar sin
las herméticas fronteras que construye el odio político.
Joaquín Morales Solá en PM Análisis
Domingo 06 de agosto de 2017
Hubo
un momento, durante gran parte de 2016, en el que pareció que el
gobierno de Macri y el peronismo habían encontrado una fórmula para
pacificar el país. Varios acuerdos importantes se suscribieron en el
Congreso, y fueron aprobadas leyes decisivas para la nueva
administración. Gobernadores, senadores y diputados peronistas
permitieron mediante la negociación y el pacto la gobernabilidad de
Macri. Luego, el peronismo moderado dejó que la impronta confrontativa
del kirchnerismo le ganara a su imagen acuerdista. El Gobierno, a su
vez, no hizo nada para moderar el impulso beligerante de muchos
militantes propios, convertidos ya al antiperonismo. Las heridas se
reabrieron y una división profunda volvió a separar en dos bandos a gran
parte de la sociedad. "La vieja grieta es ya un abismo", concluye un
agudo observador. Así se llegó a estos días, cuando falta una semana
para las primeras elecciones legislativas de la era Macri. Existe la
certeza de que ningún gobierno puede administrar el país en medio de
semejante dicotomía social, aunque nadie reconoce su existencia.
Uno
de los elementos que influyeron en la preservación de la grieta es la
permanencia de Cristina Kirchner, que fue quien la inauguró de manera
brutal en su segundo mandato. No sólo provocó el fanatismo de los suyos,
sino también el fanatismo de sus opositores. Cristina Kirchner es
también una construcción política del antikirchnerismo, que nunca la
olvidó. No hay peor enemigo para un político que el olvido, pero sus
detractores no dejaron nunca de hablar de ella. Hablan mal, pero hablan
sin parar de ella. Es precisamente lo que necesita cualquier político.
Otro factor decisivo para conservar el furor antikirchnerista fue la
insoportable lentitud de la Justicia. Revelaciones de una magnitud nunca
vista sobre la corrupción en el Estado no terminaron hasta ahora en
ninguna decisión ejemplar que incluyera a los principales protagonistas
de la década pasada. Para peor, la ex presidenta ni siquiera desautorizó
a sus seguidores que proclamaban, con palabras y con símbolos, la
rápida caída de un presidente constitucional. La figura del helicóptero
se convirtió en un obsceno cotillón del kirchnerismo.
La
grieta (o el abismo) tiene componentes tan llamativos como asombrosos.
Se ha llegado al extremo de que el público que consume medios
audiovisuales confecciona indirectamente su agenda periodística. El
antikirchnerismo no acepta, por ejemplo, que dirigentes peronistas sean
convocados por canales o radios que fueron históricamente críticos del
kirchnerismo. Dejan de ver o de escuchar la televisión y la radio cuando
eso sucede. Lo mismo ocurre en los medios que simpatizan con el
kirchnerismo cuando éstos convocan a dirigentes macristas o
antikirchneristas. Oyentes y televidentes se van. Unos y otros han
perdido cualquier interés en conocer la opinión del otro, que es el
esfuerzo básico que reclama la convivencia. Están más cómodos en la
simple estigmatización del enemigo.
Furiosos kirchneristas han
regresado como cazadores furtivos de antikirchneristas conocidos en el
espacio público. Una vieja práctica que parecía haberse agotado con el
fin del gobierno de Cristina Kirchner volvió con más violencia que antes
en los días preelectorales. Familias y grupos de amigos se separan otra
vez por la filiación política o ideológica. Diga lo que diga, el propio
discurso del Gobierno está condicionado por el enfrentamiento entre
kirchneristas y antikirchneristas, al menos hasta las próximas
elecciones. No hay siquiera una crisis descontrolada (aunque existen
graves problemas sociales) que justifique la intolerancia y la furia.
Ni
el Papa se salvó de esas enfurecidas ráfagas de sectarismo e
incomprensión. Los argentinos nunca imaginaron que tendrían un papa
argentino, pero en la Argentina hay ahora feroces críticos de un
pontífice al que una minoría social también quiere escribirle la agenda.
No faltaron, por ejemplo, los críticos de su silencio sobre el drama
venezolano. La diplomacia vaticana es una de las más eficientes del
mundo; cualquiera debería concluir en que algo está haciendo para
encarrilar a la descarriada Venezuela. Es probable que sea la única
diplomacia que tomó debida nota de que ese país camina irremediablemente
hacia una guerra civil. ¿Por qué no imaginar que el Papa se está
reservando como última instancia, cuando han fracasado todas las
instancias, para impedir o morigerar un enfrentamiento aun más
sangriento entre venezolanos?
¿Alguien imagina al Papa
simpatizando con lo que hace Maduro? ¿Alguien supone que la Iglesia
venezolana, implacable crítica de Maduro, actúa contra la voluntad del
Papa, con quien se reunió hace un mes? ¿Acaso una amnesia general entre
argentinos hizo olvidar las vieja prédica del Pontífice sobre el
necesario respeto de las instituciones? Por eso, decidió pronunciarse el
viernes, poco antes de que asumiera la fraudulenta Constituyente
venezolana, cuando ya cualquier noción de la institucionalidad se había
derrumbado en Caracas. La teoría de que Bergoglio no quiere pelearse con
gobiernos populistas choca con un dato que los argentinos conocen bien:
él plantó una relación gélida (y de crítica frontal a veces) con los
gobiernos de los dos Kirchner. A fin de cuentas, tuvo razón Francisco
cuando postergó una visita a su país.
La
crisis de convivencia no tendrá solución hasta después del 22 de
octubre. Una elección que se anuncia muy pareja en la provincia de
Buenos Aires (casi empatada) desecha cualquier proyecto de
reconciliación antes de que se conozcan los resultados. En algún
momento, de todos modos, deberá volver la política. Un caso claro de
ausencia de la política es el debate que se abrió entre la gobernadora
de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y los gobernadores
peronistas por el Fondo del Conurbano. ¿Tiene razón Vidal cuando
reclama que se actualicen esos recursos que quedaron con el tiempo
reducidos a la insignificancia? Sí. ¿Tienen razón los gobernadores
cuando le reclaman a la Corte Suprema que no sean sus provincias las que
terminen reparando una injusticia histórica? Sí. Si los dos tienen
razón, entonces no será la Justicia la que resuelva ese problema, porque
en los tribunales sólo pueden darle la razón a uno. Es la política la
que debe prevalecer en esos desacuerdos, salvo que la política haga un
acto flagrante de deserción.
Ninguna de las reformas que anuncia
Macri (la tributaria, la judicial y la educativa) podrá hacerse sin el
acuerdo con el peronismo parlamentario, en el que los gobernadores
tienen una vasta influencia. Hay que sacar de ese futuro cuadro a
Cristina Kirchner y sus seguidores; jamás se acercará a Macri ni a su
gobierno, sobre todo porque la aguardan nuevos infortunios judiciales.
Pero hay un peronismo que querrá siempre prescindir de ella e
inscribirse como protagonista del sistema democrático. Gobernadores, con
Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey a la cabeza, ya están hablando de
cómo el peronismo deberá ayudar después a la gobernabilidad de Macri.
Le piden al Presidente que los ayude a la gobernabilidad de ellos.
Y
el Gobierno, en efecto, deberá hacer su parte. De sus actos y de sus
discursos dependerá la creación de una cultura social distinta. Macri no
tiene un discurso de confrontación, pero su administración debería
llamar a la pacificación del país luego de que se haya disuelto la
polvareda electoral. Fue una de sus promesas de campaña. Nadie como él,
además, necesita de una sociedad menos crispada para poder gobernar sin
las herméticas fronteras que construye el odio político.
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