Política / 3 de Julio de 2017
Las manos de Perón y “la complicidad” de todos los Gobiernos
La
metáfora de un General sin manos y un peronismo sin conducción.
Detalles de un caso tan impune como la muerte del fiscal de la AMIA.
Adelanto del libro de Claudio Negrete.
Por Claudio Negrete*
El General no tiene manos. El peronismo no tiene conducción. Una
parábola que encierra lo que ha pasado en estos 30 años desde que
alguien decidió que había que profanar su cuerpo y otros se encargaron
de ejecutar la violación. Mientras tanto hoy los candidatos-herederos de
Perón desempolvan sus fotos, sus recuerdos, sus expresiones y el
clásico sentimiento de pertenencia que en tiempos electorales viene como
anillo al dedo para hacerse del poder. Y se esfuerzan por armar
coartadas frentistas que eviten tener que llamarse peronistas, menos aún
pejotistas, al tiempo que se pelean por los símbolos partidarios que
ellos mismos vaciaron de contenidos. Perón sigue con sus muñecas al
aire, y casi sin un brazo y una pierna gracias al delirio de una hija
que nunca fue.
Juan Perón fundó el movimiento político que abrió las puertas del poder a los Menem, a los Duhalde y a los Kichner. Pero estos nada hicieron para saber la verdad de quienes y por qué seccionaros sus extremidades a pesar de haber dispuesto de todos los resortes del Estado para investigar y colaborar con la justicia. Tampoco lo hicieron los peronistas que fueron ministros, gobernadores, intendentes, legisladores nacionales, provinciales, concejales y sindicalistas. Varias generaciones de militantes que dicen ocupar hoy “el espacio”, una forma elíptica de reconocer la implosión de los partidos, evidencian una extraña y hasta sospechosa inacción que termina por legitimar a los violadores: es la complicidad por omisión.
En todos estos años, los peronistas aceptaron y aceptan aún hoy mansamente la vejación del cuerpo del ex presidente como algo inmodificable. Ortodoxos, renovadores, progresistas, cafieristas, menemistas, rodriguezsaaístas, duhaldistas, kirchneristas, sciolistas, los jóvenes maravillosos, moyanistas y gordistas, intelectuales y periodistas militantes, tienen en común la negación de la profanación como también de la realidad incontrastable de los millones de pobres que generaron sus gobiernos.
Con el silencio y el olvido pierde la verdad frente al pragmatismo y al oportunismo de la política. La absoluta impunidad de la que gozan todavía quienes robaron las manos es, en los hechos, una vergonzosa derrota política de los herederos de Perón, una clara evidencia de que la dirigencia le ha dado la espalda a la tan declamada lealtad hacia su líder. Y, probablemente, los responsables de tamaña vejación discurran hoy con tranquilidad (y hasta sean escuchados con atención) en los laberintos de los espacios del poder de la Argentina.
El robo de las manos de un ex presidente constitucional no debería ser sólo un tema político partidario. Encuadra en una cuestión de Estado por el cargo que ocupó. La repugnante operación mutilación y la consecuente impunidad de estas tres décadas infringen un duro golpe a esta etapa democrática que, como en muchos otros casos también impunes, evidencia una clara incapacidad para saber la verdad y castigar a los responsables. Aquel atentado de 1987, que casi llevó a un enfrentamiento social, es un punto de referencia obligado en el pasado de una escalada de hechos similares que evidencian la existencia de multiples grupos mafiosos que operan en el país con inusual impunidad gracias a una cobertura política y judicial. ¿Quién robó las manos de Perón? ¿Quienes pusieron las bombas en la Embajada de Israel y en la AMIA? ¿Dónde están Marita Verón y Julio Jorge López? ¿Quién mató al fiscal Nisman? Pasaron 30 años y de Perón a Nisman la respuesta es la misma: nadie fue. Así, los instigadores y autores de todos los atentados logran imponer una falsa creencia de que tienen un poder superior al propio Estado Nacional, a la República, a las instituciones democráticas, y que por eso es que los gobiernos de turno no se animan a enfrentarlo. Dejan una sensación colectiva de indefensión.
Una vez más, la cuestión de fondo es la ausencia de justicia. Y esto sí excede al propio peronismo porque, en definitiva, es la violación del cuerpo muerto de quien en vida fuera tres veces presidente de la Nación. ¿De qué sirvió atentar contra el cadáver de Perón? ¿A quién benefició? Mutilar su cuerpo y mantener desaparecidas sus manos como una forma extorsiva de recordar pactos vigentes, probablemente sea un mensaje para reafirmar que existen, en determinadas instancia del poder, acuerdos implícitos que están obligados a cumplir quienes lo habitan circunstancialmente. Esto es, una democracia condicionada.
Juan Perón fundó el movimiento político que abrió las puertas del poder a los Menem, a los Duhalde y a los Kichner. Pero estos nada hicieron para saber la verdad de quienes y por qué seccionaros sus extremidades a pesar de haber dispuesto de todos los resortes del Estado para investigar y colaborar con la justicia. Tampoco lo hicieron los peronistas que fueron ministros, gobernadores, intendentes, legisladores nacionales, provinciales, concejales y sindicalistas. Varias generaciones de militantes que dicen ocupar hoy “el espacio”, una forma elíptica de reconocer la implosión de los partidos, evidencian una extraña y hasta sospechosa inacción que termina por legitimar a los violadores: es la complicidad por omisión.
En todos estos años, los peronistas aceptaron y aceptan aún hoy mansamente la vejación del cuerpo del ex presidente como algo inmodificable. Ortodoxos, renovadores, progresistas, cafieristas, menemistas, rodriguezsaaístas, duhaldistas, kirchneristas, sciolistas, los jóvenes maravillosos, moyanistas y gordistas, intelectuales y periodistas militantes, tienen en común la negación de la profanación como también de la realidad incontrastable de los millones de pobres que generaron sus gobiernos.
Con el silencio y el olvido pierde la verdad frente al pragmatismo y al oportunismo de la política. La absoluta impunidad de la que gozan todavía quienes robaron las manos es, en los hechos, una vergonzosa derrota política de los herederos de Perón, una clara evidencia de que la dirigencia le ha dado la espalda a la tan declamada lealtad hacia su líder. Y, probablemente, los responsables de tamaña vejación discurran hoy con tranquilidad (y hasta sean escuchados con atención) en los laberintos de los espacios del poder de la Argentina.
El robo de las manos de un ex presidente constitucional no debería ser sólo un tema político partidario. Encuadra en una cuestión de Estado por el cargo que ocupó. La repugnante operación mutilación y la consecuente impunidad de estas tres décadas infringen un duro golpe a esta etapa democrática que, como en muchos otros casos también impunes, evidencia una clara incapacidad para saber la verdad y castigar a los responsables. Aquel atentado de 1987, que casi llevó a un enfrentamiento social, es un punto de referencia obligado en el pasado de una escalada de hechos similares que evidencian la existencia de multiples grupos mafiosos que operan en el país con inusual impunidad gracias a una cobertura política y judicial. ¿Quién robó las manos de Perón? ¿Quienes pusieron las bombas en la Embajada de Israel y en la AMIA? ¿Dónde están Marita Verón y Julio Jorge López? ¿Quién mató al fiscal Nisman? Pasaron 30 años y de Perón a Nisman la respuesta es la misma: nadie fue. Así, los instigadores y autores de todos los atentados logran imponer una falsa creencia de que tienen un poder superior al propio Estado Nacional, a la República, a las instituciones democráticas, y que por eso es que los gobiernos de turno no se animan a enfrentarlo. Dejan una sensación colectiva de indefensión.
Una vez más, la cuestión de fondo es la ausencia de justicia. Y esto sí excede al propio peronismo porque, en definitiva, es la violación del cuerpo muerto de quien en vida fuera tres veces presidente de la Nación. ¿De qué sirvió atentar contra el cadáver de Perón? ¿A quién benefició? Mutilar su cuerpo y mantener desaparecidas sus manos como una forma extorsiva de recordar pactos vigentes, probablemente sea un mensaje para reafirmar que existen, en determinadas instancia del poder, acuerdos implícitos que están obligados a cumplir quienes lo habitan circunstancialmente. Esto es, una democracia condicionada.
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